jueves, 11 de febrero de 2021

Relato: El puente del lagarto.


EL PUENTE DEL LAGARTO.


—¡Lo siento, pero tendréis que dar media vuelta! ¡No podéis pasar por aquí!

Los gritos llegaron hasta el otro extremo del puente colgante mecido por el viento, y la tribu de criaturas que aguardaba allí se apiñó en torno al cabecilla, a la espera de instrucciones. Este parpadeó un par de veces, siseó con la lengua viperina propia de los raptors y chasqueó con su larga cola reptiliana, mucho más gruesa que la de sus seguidores.

Una fuerte corriente de aire sacudió la frágil pasarela construida con cuerdas y madera, y esta chirrió como si se quejase. Al otro extremo, impertérrito ante la veintena de raptors congregados allí, un único y solitario enano descansaba a solo un paso del puente, custodiándolo. Sonrió al ver el desconcierto de las criaturas, quienes, si bien eran conocidas por su ferocidad y salvajismo, no podía decirse que tuviesen una inteligencia a la par. De hecho eran bastante estúpidas, primitivas e incluso torpes. Si bien sus garras resultaban capaces de sostener armas y herramientas, nunca habían conseguido dominar el manejo de las armas de proyectiles, con la excepción de las toscas jabalinas que arrojaban con más entusiasmo que acierto cuando les resultaba imposible enfrentar a su enemigo en combate físico. El enano lo sabía, y también sabía que estos factores jugaban a su favor.

El cabecilla se había cansado de pensar. Con un siseo de rabia señaló al guardián del puente, hizo un gesto hacia sus esbirros y estos comenzaron a avanzar en pequeños grupos de cuatro, quizás temerosos a que la endeble construcción se viniese abajo si intentaban cruzar todos al mismo tiempo.

Al otro lado, el enano sonrió. Había planeado esperar a que todos estuviesen cruzando para demoler ese lado del puente, pero resultaba evidente que no se lo iban a poner tan fácil. Si lo destruía en ese momento no solucionaría en absoluto el problema de la aldea a la que las criaturas se dirigían, pues estas encontrarían otra manera de cruzar el acantilado y la próxima vez que atacasen lo harían cegados por la rabia. De ser así era muy poco probable que dejasen supervivientes tras ellos. No tendría más remedio que resolver el problema a la antigua usanza, aunque lo cierto es que se sentía entusiasmado ante semejante oportunidad. Esbozó una gran y satisfecha sonrisa y aguardó a que la primera de las criaturas se pusiera a su alcance.

Los raptors que permanecían en el extremo contrario aguardaban expectantes, pero su líder chasqueaba las mandíbulas, señal inequívoca de que se encontraba particularmente molesto. Estaba hambriento, pero la presencia de ese enano suponía un problema con el que no había contado y que les imposibilitaba ir hasta las granjas humanas en las que se cazaban cuando tenían hambre. Normalmente tan solo se llevaban algunos animales, ocasionalmente uno o dos trabajadores, pero ese día estaba decidido a castigar a alguien por todas las molestias que estaba sufriendo. Ya se preocuparía después de encontrar otro sitio del que obtener comida, a fin de cuentas eran muchos los asentamientos humanos que podían encontrarse en los alrededores del Bosque de la Sierpe en el que vivían.

Cuando sobrepasaron la mitad del puente, los raptors echaron mano de las rudimentarias armas que colgaban de tiras de cuero o de raíces trenzadas en cinturas y espaldas. Gruesas ramas reconvertidas en porras, lanzas con punta de piedra o grandes huesos afilados como estacas se aprestaron para enfrentarse al solitario enemigo que había cometido el error de enfrentarse a ellos.

El primer y torpe ataque vino del más pequeño de los cuatro asaltantes, un ejemplar de escamas claras, mirada vivaracha y particular delgadez, lo que hizo suponer al enano que se trataba de un raptor casi tan joven como insensato. Su arma, una gran rama que blandía con ambas manos, describió un arco sobre su cabeza y se estrelló contra el suelo después de que su rival avanzase un paso y girase sobre sí mismo, a fin de evitar el impacto. El estruendo del choque todavía resonaba en los oídos de los presentes cuando un puñetazo golpeó a la criatura en el rostro con tanta fuerza que lo levantó por los aires y lo arrojó hacia las afiladas rocas del fondo en las que con el paso de los siglos habían encontrado la muerte muchos viajeros imprudentes.

El segundo ataque estuvo a punto de encontrar desprevenido al defensor cuando uno de los raptors saltó hacia él con los estacas de hueso en la mano y siseando con ferocidad, como si de una serpiente gigante se tratase. Sin embargo el enano empuñó con presteza la gran rama abandonada por la criatura anterior y logró interponerla entre el nuevo atacante y él, lo que hizo que los los aparentes colmillos de la serpiente se hundiesen en la rama sin causar daño alguno. No pudo decirse lo mismo del atacante cuando, con un rápido contraataque, el enano alzó el arma y la descargó con todas sus fuerzas sobre el reptil, destrozando cabeza y cuello de un solo golpe.

El tercer ataque llegó desde arriba a traición cuando el raptor más rezagado, que también era el más alto y de escamas más oscuras, estuvo a punto de ensartar con una larga lanza al guardián del puente. Solo los reflejos fruto de un severo entrenamiento permitieron que el enano esquivase el envite, si bien el arma le arañó el amplio vientre y rasgó la camisa blanca de lana de kaplar que la cubría; una flor roja brotó en la prenda como prueba de que había sido herido. El enano, con un gruñido de rabia y de dolor, se ladeó para quedar a un lado del arma y evitar así que el reptil volviese a intentar atravesarle; después se centró en el cuarto raptor, cuya maza de piedra detuvo en ese momento con la gruesa rama que todavía empuñaba. Los dos rivales mantuvieron la presión en el arma, y el lancero retrocedió un par de pasos en busca de una posición mejor desde la que disponer de ángulo para atacar. Consciente de que se le acababa el tiempo, el enano lanzó un puñetazo al rostro de su enemigo y, cuando este se apartó cegado por el dolor, soltó la rama casi en el mismo instante en que la lanza del otro reptil se dirigía hacia su pecho, lo que le permitió esquivar el ataque y atenazar la lanza con la mano derecha, ahora libre del arma. Tomado por sorpresa el lancero tiró del asta, pero su enemigo se negó a soltar y, en lugar de eso, la golpeó con la mano, lo que quebró la madera. Inmediatamente después lanzó el extremo roto de vuelta a su propietario, quien a duras penas consiguió apartarse de la trayectoria del proyectil. Los escasos segundos ganados fueron vitales para el guardián del puente, pues le permitieron recuperar la gruesa rama del suelo y lanzar dos golpes: con el primero aplastó contra el suelo de madera al reptil que había recibido el puñetazo y que ya se disponía a volver al combate, lo que hizo crujir la pasarela a causa del impacto; con el segundo golpe destrozó las costillas del lancero, al que después empujó hacia los colmillos de piedra del acantilado. Antes de que el salvaje se estampase en el fondo, el enano había regresado al extremo del puente como si nada hubiese pasado. La mancha de sangre en su camisa era la única prueba del reciente enfrentamiento.

—¡Os avisé! —gritó para hacerse oír en el otro lado del paso—. ¡No podéis pasar por aquí!

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¿Alguien ha dicho enanos?



Los raptors intercambiaron una mirada de incredulidad sin saber muy bien cómo responder a las provocaciones del enano, en tanto que el segundo grupo avanzaba muy despacio a través del puente, perdido de pronto el entusiasmo ante la visión de lo que les había sucedido a sus compañeros. Uno de ellos incluso miró hacia atrás, pero las criaturas que formaban el tercer cuarteto y que se encontraban al principio del puente les lanzaron un gruñido de advertencia, amenaza velada de lo que pasaría si trataban de retroceder.

El enano bostezó, aburrido de esperar, y se agachó a coger algo que descansaba apoyado junto a uno de los posters del puente. Con una gran sonrisa traviesa apuntó con el arma a los raptors: era una ballesta, preparada para disparar con un cargador que contenía varios virotes.

––Como os veo algo tímidos será mejor que os eche una mano. Seguro que después de esto no dudaréis tanto entre cruzar el puente o quedaos ahí en medio ––dijo riendo entre dientes.

Los raptors reconocieron de inmediato la letal arma de los enanos y trataron de retroceder, pero el grupo que los seguía no advirtió qué era lo que sucedía y se negó a desandar el camino, más temerosos de lo que pudiese hacerles su líder si regresaban sobre sus pasos que de lo que podía ser capaz el enano que les impedía llegar hasta el otro lado. A fin de cuentas se trataba de un solo enano, ¿qué amenaza podía suponer?

El primer virote se hundió en el rostro del raptor más adelantado, salpicando con sangre a sus compañeros antes de que el cuerpo cayese inerte. Un segundo disparo atravesó el hombro de otra de las bestias y el tercero se hundió en el corazón de un bruto particularmente grande armado con un grueso garrote de púas. El último superviviente de ese grupo, aterrorizado ante una muerte segura, decidió que tenía más posibilidades si se arriesgaba con los colmillos de piedra del fondo del acantilado, por lo que saltó al vacío. Su grito de arrepentimiento por tan estúpida decisión se cortó en seco cuando se destrozó contra el fondo, donde yació junto a los cadáveres de sus compañeros. El enano, satisfecho, empezó a silbar una canción.

El tercer grupo hizo intención de retroceder, pero los gritos de su líder incitaron a los demás a lanzarse al ataque. Incapaces de resistirse al empuje de sus compañeros, los cuatro desafortunados raptors se vieron arrastrados hacia el enano, quien disparó contra ellos sin dejar de silbar alegremente. Pese a que un disparo se perdió al otro lado del puente y necesitó dos virotazos para acabar con uno de los raptors, pronto estuvieron los cuatro muertos. Cuando el décimo virote se hundió sobre uno de los cadáveres, utilizados como escudos por los raptors que todavía vivían, el enano comprendió que la ballesta ya no serviría de mucho para detenerlos y la dejó de nuevo en el suelo, apoyada contra el mismo poste que antes.

––De todas formas ya no me quedaban proyectiles ––musitó sin perder la alegría––. El estuche era de diez disparos.

Con su habitual buen humor miró hacia los ocho raptors que avanzaban sin pausa seguidos por el fornido líder.

––¡Tengo una sorpresa para vosotros! ––exclamó el defensor cuando sus enemigos se encontraban ya a medio camino––. ¡Espero que os guste!

Sorprendidos por sus palabras las criaturas se detuvieron en seco, temerosas ante lo que el enano pudiese estar tramando en esa ocasión. Ya habían perdido a una docena de sus compañeros y no las tenían todas consigo a la hora de enfrentarse a él. De no ser por los gruñidos y los fuertes coscorrones con que los convencía su cabecilla, ya haría rato que se habrían marchado muy lejos de allí.

Con inusitada calma, como si no tuviese ante él un puente lleno de raptors ansiosos por derramar su sangre, extrajo una pequeña pipa de madera con grabados enanos y comenzó a llenarla de tabaco sin hacer caso de los amenazantes gruñidos de sus enemigos, quienes todavía no acababan de decidirse a seguir adelante. Cuando terminó extrajo un yesquero y, sin demasiado esfuerzo, consiguió una llama con la que prendió la pipa. Sonriendo de oreja a oreja la tomó con una mano y se llevó la otra a la espalda, muy sutilmente.

––¿Sabéis? En realidad no fumo, no os hacéis una idea de lo malo que es esto para la salud ––explicó en tanto que tomaba una de las bombas que llevaba colgadas en la parte trasera del cinturón y se la mostraba a los raptors, todavía inmóviles––. Aunque, en honor a la verdad, esto es mucho peor.

Antes de que los primitivos cerebros de las criaturas comprendiesen lo que estaba a punto de suceder prendió la mecha con la pipa y la arrojó rodando por el puente, hacia el grupo de raptors que miraba estúpidamente el artefacto. El jefe, algo más avispado que sus lacayos, comenzó a bramar órdenes en su tosco idioma, pero era demasiado tarde. La explosión consecuente destrozó el puente y las criaturas cayeron al vacío entre gritos de dolor y sorpresa, pero uno de ellos consiguió dar un prodigioso salto antes de la explosión y aterrizó tras el enano. Cuando este se giró advirtió que se trataba del jefe de las bestias.

––Parece que nos han dejado solos ––observó el guardián del paso cuando los raptors se estrellaron contra el fondo del precipicio. Los lamentos de unos pocos supervivientes, amortiguados por sus compañeros, se elevaron en el aire––. Aunque no tardarán en llegar los cuervos, ya sabes. Los gritos de los moribundos los atraen.

––Enano morir ––balbuceó el raptor toscamente––. ¡Todos enanos morir!

––¡Vaya, si sabes hablar! Esto no me lo esperaba. Aunque, y no te ofendas, no tengo mucho interés en mantener una conversación contigo. Sería casi como hablar con una piedra, ¿sabes?

El aludido rugió, furioso tanto por las bravatas y las burlas de su enemigo como por el hecho de que había aniquilado a su pequeña horda de raptors, y ahora tendría que regresar junto a la tribu en busca de refuerzos antes de atacar alguna aldea. No le quedaría más remedio que cazar alguna alimaña para saciar el hambre hasta entonces, y eso le ponía de muy mal humor. Rabioso desenfundó una larga espada semicurva de buen acero que portaba a la espalda, en una fea vaina fabricada con el pellejo de algún animal muerto. El enano silbó maravillado por la calidad del arma, obviamente robada a algún enemigo caído, y después sonrió con orgullo.

––Yo también tengo algo para enseñarte ––aseguró desenfundando el arma que llevaba al lado derecho del cinturón––. Artesanía enana de la mejor calidad, ¿sabes?

El estúpido raptor observó con curiosidad el objeto de madera y bronce rematado en un tubo que le apuntaba directamente al pecho. Un trueno de pólvora y fuego estalló, y la criatura se derrumbó con el pecho destrozado por el disparo. El enano sopló al humeante cañón de la pistola y la devolvió a su funda. A continuación tomó la ballesta, cambió el estuche de virotes por otro que guardaba en el zurrón, y se la echó al hombro. Con una sonrisa burlona se asomó al precipicio y echó un vistazo a los veinte raptors que yacían allí abajo.

—Bueno, ahora ya sé por qué lo llaman el Puente del Lagarto —dijo riendo entre dientes, antes de marcharse de allí canturreando una vieja canción de guerra.


Joaquín Sanjuán




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